Afortunadamente aún quedan pueblos a trasmano de las autovías que, sin privarse de sus ventajas,disfrutan del amparo de la naturaleza y del rincón de su historia. Nogales es uno de ellos. Nogales sorprende, por desapercibido, al viajero que llega con los ojos llenos de postales marchitas, caducadas yapara el asombro. Ojos que viven cada vez más de la reserva de lo pequeño que este pueblo esconde.
En Nogales, la Tierra de Barros se torna
pintoresca. La besana, aburrida ya del horizonte de viñas que arrastra desde el
Guadiana, da de pronto en el umbral de la dehesa, replegándose en sierras como
la de Monsalud o Mariandrés. O abriéndose en un valle rivereño .cuyas aguas,
ese hilito de limos de sus aguas, se ovilla hace tiempo en su pantano lo mismo
que una enorme alcancía.
De unos años acá, este valle se ha vuelto
manso como una vaca enorme echada junto al abrevadero de sus aguas. Un animal
vivo que se deja recorrer la pelambre de sus encinares por rutas y senderos que
abrió la curiosidad para el disfrute de lo mínimo. La sima de la Mina, las plantas medicinales
de Mariandrés, el alcornocal de los Doce Apóstoles, la buitrera, las ruinas del
lavadero de lana de la Mesta, son algunos de sus atractivos.
Y sobre la testuz del cabezo, derramándose
arrebatado, el pueblo. Un pueblo pequeño, a la medida de lo menudo que
predicara Azorín, con su puente medieval, con su fontanilla, con su pequeña
industria. Y hecho todo él un filo de cal ladera bajo, un filo largo con que
cortar la adversidad de los tiempos.
Arriba, el cerco del castillo con su
iglesia. Un mirador envidiable que es toda una meditación. Los pueblos debieran
estar en alto para poder contemplarse en su propio paisaje. Un pueblo sin
perspectivas, plano, es un pueblo huérfano de sí mismo. Por eso, Nogales goza
también de un cementerio con vistas. Sí, pequeño y envidiable, marino casi,
como aquel de Valery, desde el que se avista la eternidad.
Visítenlo esta primavera; se convencerán.