viernes, 27 de septiembre de 2013

LAMBERTO


                



—¡Alto ahí!
Era una voz oscura y agria la que mandaba que me detuviera.
—¡Alto ahí, muchacho o te dejo frito! —insistió.
Provenía de las ruinas de una ermita que cobijaban los fresnos y sentí que se aproximaba por la espalda.
—¿Llevas palabras?
—Llevo las que todos —contesté.
—No quiero palabras del común. Estoy harto ya de baratijas. Quiero las tuyas; las de valor.
—¿Quién es usted? —osé preguntarle.
—Soy Lamberto, el ladrón de palabras. Pero este nombre no me gusta. Se lo robé a un peregrino. ¿Lleva usted nombre?
—Me llamo Lucas, pero no puedo dárselo. Me lo puso mi abuelo.
—Lucas no. Lucas no me va —despreció—. Por ahora me quedo con Lamberto. ¿Y los apellidos? ¡A ver, sus apellidos!
Yo hice por resistirme pero él me puso en la espalda un objeto duro y contundente que supuse pistola.
—Pérez Adalid —musité apenas.
—Pérez no me gusta; es demasiado vulgar. Entrégueme Adalid, es más hermoso. Me quedará estupendo.
—Por lo que más quiera —supliqué—. No me arranque así el apellido. Cuando vuelva, mi madre no me reconocerá.
—Le dejo el primero ¿qué más quiere? El que heredarán sus hijos. Peor lo tengo yo, que no tengo apellido que dejarles.
—Se lo cambio —recurrí entonces—. Llevo palabras aquí que valen lo que una joya.
—A ver. Escríbalas ahí, en mitad el camino.
Y fui escribiendo birimbao y melisa, guija, piornal y gutiámbar. Ninguna le parecía de valor.
¿Y maravedí?
—Tampoco.
Desesperé. Sin embargo Lamberto me quitó el arma de la espalda y me propuso con ojos de codicia.
¿Y pistola? ¿Llevas la palabra pistola? Escríbela.
Y la escribí.
—¿No tienes ya una pistola? —le dije.
—No, soy analfabeto —respondió.
—¿Entonces con qué me estás encañonando?
—Con un bolígrafo.
Fue de Lamberto. Fue de Lamberto, el ladrón, del que aprendí el verdadero valor de las palabras.


                                                                 De La oca de oro. 2008



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